No hace mucho tiempo –paseando por un hayedo– descubrí el interior de los hayucos, esos frutos que nunca llamaron mi interés por lo anodino de su apariencia seca y simple. Sin embargo, al abrirse, muestran un interior sorprendente, suave y aterciopelado, que merece la pena acariciar.
Nada que ver su frío aspecto exterior con su cálido interior.
Igual que esas personas acostumbradas a vivir dentro de su cáscara protectora, que les aleja de los otros y de los acontecimientos. Esas personas que sufren sin parecerlo y disfrutan sin demostrarlo, que no son capaces de mostrarse tal cual por temor al dolor o al rechazo, que guardan lo mejor de sí mismas para muy pocos y a las que, a veces, la muerte les sorprende sin haber sido nunca libres. ¡Y tienen tanto dentro de sí!
Si el hayuco no llega a abrirse, exponiéndose a la lluvia y al frío, nunca habría reparado en él. Como tampoco he reparado en ese tipo de gente. Y nunca hubiera acariciado su interior ni hubiera escrito esto.
De ello deduzco que para dejarse querer es necesario, por tanto, estar abiertos a las caricias. Mostrarnos tal cual somos y no escudarnos en corazas o cascarones protectores que ocultan nuestro ser.
Es un riesgo, claro, porque uno se expone a lo bueno y a lo malo. Pero encerrarse es un riesgo aún mayor, porque impedimos la entrada de lo malo y de lo bueno. Y puestos a escoger, mejor que entre algo bueno a que no entre nada.
M.E. Valbuena
Voluntaria del T.E.
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