martes, 26 de agosto de 2014

EL INTERIOR ATERCIOPELADO DE LOS HAYUCOS

No hace mucho tiempo –paseando por un hayedo– descubrí el interior de los hayucos, esos frutos que nunca llamaron mi interés por lo anodino de su apariencia seca y simple. Sin embargo, al abrirse, muestran un interior sorprendente, suave y aterciopelado, que merece la pena acariciar.
Nada que ver su frío aspecto exterior con su cálido interior. 

Igual que esas personas acostumbradas a vivir dentro de su cáscara protectora, que les aleja de los otros y de los acontecimientos. Esas personas que sufren sin parecerlo y disfrutan sin demostrarlo, que no son capaces de mostrarse tal cual por temor al dolor o al rechazo, que guardan lo mejor de sí mismas para muy pocos y a las que, a veces, la muerte les sorprende sin haber sido nunca libres. ¡Y tienen tanto dentro de sí! 

Si el hayuco no llega a abrirse, exponiéndose a la lluvia y al frío, nunca habría reparado en él. Como tampoco he reparado en ese tipo de gente. Y nunca hubiera acariciado su interior ni hubiera escrito esto. 
De ello deduzco que para dejarse querer es necesario, por tanto, estar abiertos a las caricias. Mostrarnos tal cual somos y no escudarnos en corazas o cascarones protectores que ocultan nuestro ser. 
Es un riesgo, claro, porque uno se expone a lo bueno y a lo malo. Pero encerrarse es un riesgo aún mayor, porque impedimos la entrada de lo malo y de lo bueno. Y puestos a escoger, mejor que entre algo bueno a que no entre nada.

M.E. Valbuena
Voluntaria del T.E.

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