
Cierto es que el dolor se empezó a trabajar experimentalmente desde modelos estrictamente médicos, que coincidían en conceptualizarlo como una sensación específica experimentada ante la presencia de estímulos nocivos, siempre resultado de un daño en el tejido, y cuya intensidad era directamente proporcional a la cuantía de la lesión (Wolff, 1986). Sin embargo, a mediados del siglo pasado un buen número de investigadores y clínicos comenzaron a darse cuenta de que esta forma de entender el dolor no explicaba muchas situaciones. Desde los trabajos clásicos de Beecher (1956) con soldados heridos en la batalla de Anzio durante la II Guerra Mundial, se fueron sucediendo multitud de investigaciones que alertaban sobre la falta de concordancia muchas veces entre el dolor y la lesión y la posible presencia de otras variables que lo explicaran.
La verdadera revolución en este camino vino sin duda de la mano de dos autores, Melzack y Wall, que en 1965 formulan la famosa Teoría de la Puerta, y derivado de ella un modelo multidimensional que explica el dolor a partir no solo ya de una dimensión sensorial, que explicaría la parte más física, sino también de una dimensión afectiva y otra cognitiva (Melzack y Casey, 1968). Desde entonces el número de investigaciones ha ido creciendo y son muchos los autores que han trabajo en explorar cuáles son las variables que integran esas dimensiones y qué papel desempeñan en la experiencia del dolor. El volumen es tal que nos limitaremos a tomar alguna de las variables estudiadas, que nos puedan servir para responder a la pregunta da título a esta entrada.

Pero además de lo fisiológico o lo conductual, son muchos los autores que han recurrido a mecanismos atencionales para explicar la relación entre ansiedad y dolor. Las personas con altos niveles de ansiedad presentan un sesgo en su atención que les lleva hipervigilar el estímulo que interpretan como amenazante. Esta hipervigilancia ha sido probada también en los pacientes con dolor crónico. Aunque hay algunas discrepancias asociadas a la metodología de los trabajos (procedimiento para medir la atención, diferencias en severidad del dolor, en ansiedad al dolor, depresión, etc.), un reciente estudio de meta-análisis concluye afirmando que los pacientes con dolor crónico atienden de forma selectiva a los estímulos dolorosos, ya sean palabras o imágenes (Crombez, Van Ryckeghem, Eccleston y Van Damme, 2013).
La implicación práctica de esto es grande, ya que dentro de la dimensión cognitiva de la Teoría de la Puerta ya mencionada, justamente la atención ha sido una de las variables más estudiadas. En nuestra vida cotidiana todos hemos experimentado situaciones en las que estábamos padeciendo un dolor leve o moderado, por ejemplo de cabeza, cuando de forma imprevista ha surgido algo importante o que nos interesa (una visita de alguien, una llamada o una buena película) y de repente pasado un tiempo hemos tomado conciencia de que el dolor había desaparecido. O quizá, que habíamos dejado de verlo y, al volver a “mirar hacia él”, volvemos a “encontrarlo”.

El problema es que la ansiedad a la que antes aludíamos, presente frecuentemente en pacientes con dolor crónico, no solo les hace estar más vigilantes sino que les lleva también a explicar erróneamente los síntomas físicos que perciben, que con frecuencia son magnificados e interpretados de forma catastrofista (Crombez, Eccleston, Baeyens y Eelen, 1998). Esta catastrofización aumenta la percepción de intensidad de dolor de los pacientes y parece predecir cronicidad (Pavlin, Sullivan, Freund y Roesen, 2005). Por el contrario, la investigación muestra que las personas con mayor percepción de autoeficacia respecto al manejo de su dolor y a los efectos adversos de este presentan menores niveles de dolor, lo manejan mejor y responden mejor a los tratamientos (Turk, 2004).

Sustentados en todos estos datos, se han desarrollado en las últimas décadas los llamados modelos de miedo-evitación, que han recibido una creciente popularidad a la hora de explicar el desarrollo y mantenimiento del dolor crónico y que están apoyados en la integración de tres variables fundamentales: la hipervigilancia, la interpretación catastrofista de los síntomas físicos detectados y la evitación de actividades. A partir de la combinación de estas tres variables se explican tanto el mantenimiento y aumento del dolor como la aparición y mantenimiento de la discapacidad (Vlaeyen y Linton, 2000).
En definitiva y aunque queda mucho por investigar, estos son algunos datos que pueden ayudar a entender qué pintamos los psicólogos en el tratamiento del dolor. Otra cuestión es si los tratamientos que se están empleando se ajustan en algunos casos a la investigación básica descrita, o cómo se evalúa su eficacia, si es que se está haciendo. Pero ese es otro debate.

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