lunes, 13 de abril de 2015

¿Al psicólogo? ¡Pero si lo que yo tengo es dolor!

Esta puede ser la pregunta que muchos pacientes se hacen cuando su médico, casi siempre el especialista, les deriva al psicólogo para que participe en el tratamiento de su dolor, normalmente en los casos en los que éste ya se ha cronificado. Esto choca con la idea de algunas personas de que el dolor es algo exclusivamente físico, idea sostenida en una tradición de siglos. 

Cierto es que el dolor se empezó a trabajar experimentalmente desde modelos estrictamente médicos, que coincidían en conceptualizarlo como una sensación específica experimentada ante la presencia de estímulos nocivos, siempre resultado de un daño en el tejido, y cuya intensidad era directamente proporcional a la cuantía de la lesión (Wolff, 1986). Sin embargo, a mediados del siglo pasado un buen número de investigadores y clínicos comenzaron a darse cuenta de que esta forma de entender el dolor no explicaba muchas situaciones. Desde los trabajos clásicos de Beecher (1956) con soldados heridos en la batalla de Anzio durante la II Guerra Mundial, se fueron sucediendo multitud de investigaciones que alertaban sobre la falta de concordancia muchas veces entre el dolor y la lesión y la posible presencia de otras variables que lo explicaran. 

La verdadera revolución en este camino vino sin duda de la mano de dos autores, Melzack y Wall, que en 1965 formulan la famosa Teoría de la Puerta, y derivado de ella un modelo multidimensional que explica el dolor a partir no solo ya de una dimensión sensorial, que explicaría la parte más física, sino también de una dimensión afectiva y otra cognitiva (Melzack y Casey, 1968). Desde entonces el número de investigaciones ha ido creciendo y son muchos los autores que han trabajo en explorar cuáles son las variables que integran esas dimensiones y qué papel desempeñan en la experiencia del dolor. El volumen es tal que nos limitaremos a tomar alguna de las variables estudiadas, que nos puedan servir para responder a la pregunta da título a esta entrada. 

En lo que se refiere a la dimensión afectiva, hay consenso en afirmar que los pacientes con dolor crónico presentan mayores niveles de emocionalidad negativa (ansiedad, depresión e ira) que la población sana,y que éstas generan un impacto negativo sobre el dolor, determinado por muchas cuestiones (Redondo, León, Pérez Nieto, Jover y Abásolo, 2008). Detengámonos, por ejemplo, en la ansiedad. Esta emoción produce determinados cambios en nuestro organismo como la liberación de catecolaminas, que estimula los nociceptores, el aumento en la tensión muscular o una alteración en el funcionamiento de los opiáceos endógenos, cuya presencia en sangre se reduce, traduciéndose todo en un incremento de los niveles de dolor (Jansen, Arntz y Bouts, 1998).También asociado a la ansiedad aparecen conductas de evitación o escape, que han sido propuestas como un importante mecanismo mantenedor de dolor por algunos autores (Jensen, 2002). 

Pero además de lo fisiológico o lo conductual, son muchos los autores que han recurrido a mecanismos atencionales para explicar la relación entre ansiedad y dolor. Las personas con altos niveles de ansiedad presentan un sesgo en su atención que les lleva hipervigilar el estímulo que interpretan como amenazante. Esta hipervigilancia ha sido probada también en los pacientes con dolor crónico. Aunque hay algunas discrepancias asociadas a la metodología de los trabajos (procedimiento para medir la atención, diferencias en severidad del dolor, en ansiedad al dolor, depresión, etc.), un reciente estudio de meta-análisis concluye afirmando que los pacientes con dolor crónico atienden de forma selectiva a los estímulos dolorosos, ya sean palabras o imágenes (Crombez, Van Ryckeghem, Eccleston y Van Damme, 2013). 

La implicación práctica de esto es grande, ya que dentro de la dimensión cognitiva de la Teoría de la Puerta ya mencionada, justamente la atención ha sido una de las variables más estudiadas. En nuestra vida cotidiana todos hemos experimentado situaciones en las que estábamos padeciendo un dolor leve o moderado, por ejemplo de cabeza, cuando de forma imprevista ha surgido algo importante o que nos interesa (una visita de alguien, una llamada o una buena película) y de repente pasado un tiempo hemos tomado conciencia de que el dolor había desaparecido. O quizá, que habíamos dejado de verlo y, al volver a “mirar hacia él”, volvemos a “encontrarlo”. 

Además de la atención, la dimensión cognitiva está marcada por otro elemento importante, la valoración que hace el paciente sobre su dolor, es decir las creencias que tiene con respecto al mismo, que vienen marcadas por su experiencia previa, la observación de otras personas cercanas que hayan padecido dolor o la información proporcionada por médicos, medios de comunicación, etc. Esta dimensión explicaría por ejemplo cómo en algunos lugares del mundo hay personas que soportan sin apenas quejarse rituales que a la mayoría de los seres humanos nos resultarían insoportables, como mutilaciones, cortes, etc., que tienen para ellos un significado tan importante que les hace valorar el dolor como algo irrelevante o incluso positivo, ya que entienden que les hace más fuertes, que están entrando en la edad adulta, etc. 

El problema es que la ansiedad a la que antes aludíamos, presente frecuentemente en pacientes con dolor crónico, no solo les hace estar más vigilantes sino que les lleva también a explicar erróneamente los síntomas físicos que perciben, que con frecuencia son magnificados e interpretados de forma catastrofista (Crombez, Eccleston, Baeyens y Eelen, 1998). Esta catastrofización aumenta la percepción de intensidad de dolor de los pacientes y parece predecir cronicidad (Pavlin, Sullivan, Freund y Roesen, 2005). Por el contrario, la investigación muestra que las personas con mayor percepción de autoeficacia respecto al manejo de su dolor y a los efectos adversos de este presentan menores niveles de dolor, lo manejan mejor y responden mejor a los tratamientos (Turk, 2004). 

Resumiendo y sin querer entrar en las bases biológicas del dolor, parece según lo visto que algunos procesos cognitivos y estados emocionales ejercen una influencia a través de la corteza límbica, hipotalámica y frontal sobre los sistemas inhibidores descendentes, que permiten que la función cerebral superior influya en el procesamiento del dolor a través de estas vías (Suchdev, 2004). 

Sustentados en todos estos datos, se han desarrollado en las últimas décadas los llamados modelos de miedo-evitación, que han recibido una creciente popularidad a la hora de explicar el desarrollo y mantenimiento del dolor crónico y que están apoyados en la integración de tres variables fundamentales: la hipervigilancia, la interpretación catastrofista de los síntomas físicos detectados y la evitación de actividades. A partir de la combinación de estas tres variables se explican tanto el mantenimiento y aumento del dolor como la aparición y mantenimiento de la discapacidad (Vlaeyen y Linton, 2000). 

En definitiva y aunque queda mucho por investigar, estos son algunos datos que pueden ayudar a entender qué pintamos los psicólogos en el tratamiento del dolor. Otra cuestión es si los tratamientos que se están empleando se ajustan en algunos casos a la investigación básica descrita, o cómo se evalúa su eficacia, si es que se está haciendo. Pero ese es otro debate. 

De igual modo, parece que el papel de los psicólogos cobra protagonismo en este campo, y que los pacientes no han de asustarse cuando les deriven a nosotros, somos solo un eslabón más de su tratamiento, complejo y multidisciplinar, como no puede ser de otro modo por la naturaleza multidimensional del propio dolor. Pero cabría preguntarse si este abordaje biopsicosocial del dolor del que se nos llena la boca cuanto se trata la cuestión desde un punto de vista teórico y que nadie ya somete a juicio (Gatchel, Peng, Peters, Fuchs y Turk, 2007), se está llevando a cabo desde un punto de vista práctico. Sería bueno saber qué hace la administración o algunos médicos para dar respuesta a esto, si es que se lo han planteado.


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