Amar y ser amado es la pretensión de todos los seres humanos. Se arraiga en el
núcleo más profundo de nuestras necesidades básicas emocionales de seguridad,
cobijo, pertenencia, autoestima y autorrealización, por ello buscamos
incansablemente, y muchas veces cueste lo que cueste, poder satisfacerlas. Es
nuestro objetivo y nuestra meta. Es la búsqueda de ese amor la que da sentido y
significado, la que nos mueve hacia ese fin último que es conectar con nuestro
estado natural. Somos hijos del amor y solo la vivencia íntima de ese amor nos
unifica y nos completa porque nos arraiga a nuestra esencia divina como seres
humanos.
Es frecuente escuchar, sobre todo al
inicio de las relaciones de pareja, “¡te amo, te amaré siempre!”, y es que
resulta fácil confundir el amor con otro tipo de sentimientos como el cariño, la
atracción o el deseo.
El verdadero amor va mucho más allá de un
sentimiento, es un estado profundo desde el cual nos miramos, miramos a los
demás y miramos los acontecimientos del mundo.
El verdadero amor es una
instalación de nuestro ser que vive y se nutre del mismo
amor.
El amor
por uno mismo comienza a desarrollarse en la primera infancia en el seno de
nuestra familia. Es allí donde recibimos las primeras lecciones a
amor.
Aprendemos a vernos a través de los ojos de nuestros padres y de
las personas significativas de nuestro entorno. Es con los mensajes que
recibimos y los comportamientos que vimos, cómo nos formamos un concepto de
nosotros mismos en el que quedan reflejadas las características que nos
transmitieron. Aprendimos del amor a través de sus comportamientos, de su forma
de leer la realidad y de reaccionar a ella, aprendimos de la forma como nos
reflejaban su cariño, su enfado o cualquiera de sus sentimientos.
Cuando
la mirada de nuestros padres ha sido amplia y sana, tenemos todos los
ingredientes para desarrollarnos como personas sanas y abiertas a la vida; sin
embargo, cuando nos miraron con ojos deformados, aprendimos a vernos con una
mirada deformada y limitada de nosotros mismos, impidiéndonos alcanzar la imagen
completa de quienes somos.
Las relaciones disfuncionales en nuestra familia de origen son el caldo de cultivo de los problemas que arrastramos en nuestra vida adulta, suponen un aprendizaje distorsionado de los patrones de relación que establecemos con nosotros mismos y con los demás. Si todo lo que conocimos fue un modelo ambiguo y distorsionado, asumimos que es así cómo tiene que ser y lo incorporamos, formando nuestro repertorio de comportamientos y actitudes que reproducimos fielmente después a lo largo de nuestra vida.
Somos herederos de historias y, si las mantenemos inconscientes,
repetiremos los mismos patrones que nos dañaron. Así, si una mujer tuvo una
madre dependiente, pasiva y sumisa, se da cuenta de que en su vida eligió como
parejas, de entre todos los hombres posibles, hombres dominantes y directivos,
tal y como era su padre, de este modo constituye relaciones prácticamente
idénticas a la de su familia de origen.
Nuestras relaciones comienzan
eligiendo a la persona que nos complementa y con la que podemos seguir
manteniendo el rol que aprendimos en nuestra infancia.
Cuando no tuvimos
la oportunidad de satisfacer nuestras necesidades básicas, llegamos a la
conclusión de que nuestras necesidades no son importantes; entonces crece en
nosotros un sentimiento íntimo de vergüenza e indignidad que nos impide
sentirnos dignos de ser queridos por ser quienes somos, por lo que
terminamos creyendo que necesitamos depender de los demás. Se evaporó nuestro
sentimiento original de valoración, lo que conlleva la sensación íntima de no
valer lo suficiente. Formamos creencias limitadoras de nosotros y nos escondemos
tras máscaras de mil colores para mostrar una imagen que consideramos aceptable
de nosotros y así conseguir la valoración y el afecto que
necesitamos.
Estas creencias, avaladas con nuestras experiencias, suponen
un obstáculo en el camino de nuestro potencial como ser humano. Nos impiden
conocernos, crecer y madurar, de tal forma que terminamos convirtiéndonos en
personas miedosas, inseguras, con sentimientos negativos hacia nosotros,
faltando al respeto a quienes realmente somos.
Terminamos volviéndonos
dependientes del afecto de los demás, lo cual constituye el origen de la mayoría
de nuestros problemas y de nuestro sufrimiento emocional y desarrollamos
mecanismos defensivos que nos permiten combatir nuestro dolor y nuestro
miedo.
Algunos de los mecanismos que suponen la ceguera respecto a
nuestras necesidades son: la necesidad de control, el exceso de responsabilidad,
la racionalización, la hipersocialización o el retraimiento. La consecuencia es
que ignoramos que somos dignos de ser queridos, que tenemos derecho a ser bien
tratados y a ser plenamente felices.
Desde esta ignorancia distorsionamos
la realidad fantaseándola:
Lo obvio se
refiere a la realidad tal cual es. “Él dice que no me quiere y por eso se
va”.
La fantasía es la ‘peli’ que nos creamos para leer la
realidad que no aceptamos: “No puede no quererme, es imposible después de tanto
tiempo. Además se porta bien conmigo y no tiene otra persona. Seguro que me
quiere aunque está confundido y no lo sabe”.
Sin duda lo obvio es duro de
aceptar y tiene un gran impacto emocional de dolor y tristeza, sentimientos
sanos ante una situación dolorosa. Ahora bien, desde la fantasía, nos montamos
nuestra ‘peli’, racionalizando la realidad, para enfriar el dolor y agarrarnos a
una esperanza enfermiza.
Nos autoengañamos entonces repitiéndonos que
nos pasa esto porque somos personas que amamos demasiado y que nos entregamos
por completo. Sin embargo, en realidad, tenemos unas carencias afectivas enormes
y, por tanto, nuestra demanda de cariño es insaciable. Desde la carencia
emocional, se pueden dar dos situaciones:
- Que aceptemos ‘cualquier migaja de cariño’ a costa de tragar con situaciones intolerables de abuso, es decir, infravalorándonos, poniéndonos de alfombras y aceptando que nos pisen.
- O bien, que nos pongamos en una posición de superioridad respecto al otro, sobrevalorándonos y destacando a costa de machacar al otro.
Tan ocupados que estamos demandando el cariño que nos hace
falta para compensar las carencias afectivas que arrastramos desde la infancia
que olvidamos lo más importante, porque es lo único que depende de uno mismo,
que es desarrollar la capacidad de amar. Y esto significa amar al otro, pero
también a uno mismo porque nadie puede dar lo que no tiene. Si uno no se ama a
sí mismo, es imposible que pueda amar de verdad a otra persona.
MARÍA
GUERRERO ESCUSA
Psicóloga, profesora de la Universidad de Murcia y
colaboradora de AVIVIR, la revista del Teléfono de la Esperanza
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