Pedro tiene 60 años y su mujer, 58. Ella padece una depresión desde hace varias décadas. Fundamentalmente ha seguido un tratamiento farmacológico, pues siempre se ha negado a un tratamiento psicoterapéutico. Pedro se siente agotado por esta situación:
“Cuando llego a casa y encuentro a mi mujer deprimida, en la cama, se me cae el mundo encima. No sé cómo comportarme con ella: si le animo para que salga de casa dice que no le comprendo, pero si le dejo hacer lo que quiere, cada vez se hunde más en su tristeza... Temo que voy a terminar como ella”.
Pedro es uno de esos miles de familiares que conviven con un enfermo de depresión y que se sienten desorientados porque no saben cómo ayudar a una persona deprimida. Son los personajes secundarios del drama de esta enfermedad, que a veces pasan inadvertidos e ignorados incluso para los profesionales (psicólogos y psiquiatras). Son también una minoría que precisan de nuestra atención.
Cuando alguien está deprimido, provoca que su estructura familiar se tiña de tristeza y melancolía, y que los más allegados se sientan confusos ante esa nueva experiencia. Es difícil comprender, como es el caso de Pedro, que una familia tenga de todo: salud, buena posición económica, unos hijos encantadores y, sin embargo, aparezca el fantasma de la depresión, pues la enfermedad depresiva no se explica con razones, ya que es una alteración del mundo emocional, y por eso la única aproximación válida a las personas deprimidas es la comprensión y el afecto.
La depresión crónica puede crear una gran tensión en los allegados y, consecuentemente, producir hostilidad, irritabilidad y, en el peor de los casos, culpabilidad. Existen numerosas familias que, como el protagonista de nuestra historia, Pedro, necesitan de un alto grado de paciencia, tacto y generosidad para crear un clima acogedor para que el enfermo no se hunda en su propia tristeza.
como ayudar a una persona deprimidaPor eso, mantener el equilibrio entre las demandas de la persona deprimida y las propias necesidades de los familiares es difícil, pero imprescindible para no sentirse arrastrado por el torbellino de la depresión. Es preciso, pues, mantener una “distancia amorosa” con el enfermo. No podemos caer en la trampa de los juicios negativos del familiar deprimido (referido a sí mismo, al futuro y al mundo circundante), sino relativizar esos comportamientos, y contemplarlos como fruto de la propia enfermedad.
La familia puede ser el motor que posibilite la recuperación de la persona que padece una depresión. Para conseguir esto, la familia debería actuar en cuatro dimensiones: detectando los síntomas, conteniendo la angustia, acompañando al paciente deprimido y favoreciendo la adherencia al tratamiento.
# 1.- Detectando los síntomas de la depresión
Así como una enfermedad física se puede diagnosticar por sus síntomas: dolor, fiebre, malestar general, mareos, etc., la enfermedad depresiva también se puede detectar a través de síntomas y comportamientos más o menos encubiertos. Cuanto más atentos estemos a la conducta de nuestros allegados, antes podremos observar si existe algún indicio de depresión y de esta forma posibilitar un tratamiento inmediato.
En general, se puede decir que la depresión se manifiesta por síntomas fisiológicos y psíquicos, mantenidos al menos durante un mes (insomnio, falta de apetito, pérdida de la atención y concentración, etc.), pero sobre todo por alteración de la esfera afectiva. Son ‘señales de humo’ (síntomas) que nos indican que hay ‘fuego’ (depresión).
Los familiares pueden servirse de las tres preguntas del test que se emplea para saber si una persona está deprimida. Es decir, si la respuesta a las tres preguntas es afirmativa, podremos al menos sospechar de la posibilidad de una enfermedad depresiva y consultar a un profesional de la psicología. Las tres preguntas en cuestión son las siguientes:
→ Durante el pasado mes, ¿has sufrido con mucha frecuencia la sensación de estar triste o desesperado?
→ Durante el pasado mes, ¿has sufrido, de manera continua, pérdida de interés o del placer que le provocaba realizar ciertas actividades?
→ Durante el pasado mes, ¿has pensado o has sentido deseos de dejar de vivir?
Es evidente que todos los miembros del sistema familiar deben estar atentos a los cambios que se pueden producir en alguno de sus miembros, pues de alguna manera todos se pueden beneficiar del bienestar del resto. Lo que no es aceptable es negar la evidencia (graves síntomas de tristeza, ideas de muerte, falta de conexión con las situaciones y actividades que antes producían placer, etc.) No porque se niegue el problema se soluciona. Para ilustrar esta idea podemos recordar la fábula de la zorra y las uvas de Esopo.
Moraleja: no podemos descalificar ni negar todo aquello que no podemos conseguir. Negando la realidad (las uvas eran grandes y jugosas), no con ello saciamos nuestra necesidad. De la misma manera, negando que nuestro familiar tiene comportamientos anómalos (tristeza, falta de concentración, apatía, etc.), no por ello va a estar bien.
# 2.- Conteniendo la angustia del deprimido
El Diccionario de la Real Academia Española define la contención como “acción de contener; siendo contener reprimir o sujetar el movimiento o impulso de un cuerpo, y, de forma figurada, reprimir o moderar una pasión”.
En el encuadre terapéutico, la contención “es el proceso mediante el cual podemos percibir la ansiedad (propia y ajena), notar que remueve en nosotros viejos conflictos, pero no pasar directamente a la acción".
Es decir, en nuestro caso, las familias contienen en tanto en cuanto evitan que las personas deprimidas se descompensen y que ellas mismas no se desborden al convivir con un familiar deprimido. Por eso podemos afirmar que la contención tiene un doble objetivo: respecto al enfermo identificado y respecto al resto de la familia.
Contener es algo más que ser un mero receptáculo del sufrimiento del otro. No es solamente ‘tragarse’ el conflicto del familiar con depresión. Es lo que hacemos cuando, desde una “posición de sanos”, criticamos las conductas, damos consejos o soluciones enlatadas. Algo así como 'vender un producto' sin ninguna connotación emocional o afectiva.
En muchas ocasiones, lo que esconde esta actitud es nuestra propia fragilidad y falta de empatía para comprender el sentimiento del familiar deprimido. Por eso, una adecuada contención parte del propio conocimiento de nuestro familiar (de sus posibilidades y sus límites) y de darle la oportunidad para que explique de manera tranquila, clara y sin meterle prisa toda la dimensión del problema, permitiéndole la expresión de sus sentimientos más negativos, aunque esto nos produzca angustia.
Por nuestra parte, evitaremos responderle con los tópicos como “esto se pasará muy pronto”, “debes poner de tu parte” o “sal y distráete”, de uso tan frecuente.
Es recomendable que, durante el episodio depresivo, el enfermo evite tomar decisiones importantes (separarse, cambiar de trabajo, etc.), dado que la posibilidad de equivocarse es muy grande. En esas circunstancias, la persona deprimida, inmersa en su sentimiento de tristeza, no está en la mejor posición para elegir la alternativa más adecuada.
Y, en todo caso, dependiendo de la gravedad de la situación, le aconsejaremos consultar con un profesional de la salud mental (psicólogo o psiquiatra).
como ayudar a una persona deprimida
# 3.- Acompañando al enfermo deprimido
¿Cuál es la esencia de nuestra sociedad: el individuo o el grupo? Desde la posición de la psicología clásica se puede afirmar que el individuo sería el sujeto fundamental. No obstante, siguiendo a Bion, habría que primar al grupo sobre el individuo. Es decir, el grupo es el que moldea a la persona y la configura. Todos pertenecemos a una estructura grupal (familiar, laboral, social, etc.) Solamente se puede vivir en relación a un grupo, aceptándolo o rechazándolo, dependiendo de él o intentando independizarse del mismo, o bien esperando mágicamente que nos solucione todos nuestros problemas. Pero siempre el grupo será el que nos defina. Lo primero es el grupo, y este es el que da sentido y significado al individuo. El grupo no es solamente la suma de personas, sino que éstas además son configuradas por el grupo.
Uno es alguien (individuo distinto del que se sienta a nuestro lado) en tanto en cuanto pertenece a una familia concreta, a un barrio definido o a un grupo de amigos con características propias. Es más, somos así o de otra manera porque hemos vivido y nos hemos desarrollado en un grupo específico. El grupo, pues, constituye y da sentido al individuo, no a la inversa.
En nuestra cultura, la familia es el grupo por antonomasia que nos configura y nos estructura. Somos lo que es nuestra familia. De ahí su importancia y también su poder para la solución satisfactoria de cualquier adversidad de sus miembros. Por eso, ante la enfermedad depresiva, una familia cohesionada y respetuosa con el otro será un buen puntal para que la persona deprimida supere esa situación crítica. Sus miembros deben estar próximos, pero sin ahogar al otro; lejanos, pero sin olvidar al resto de la familia. Esto me recuerda la fábula del puerco espín.
La moraleja de esta historia es simple: la mejor relación no es aquella que une a personas perfectas, sino aquella en que cada individuo aprende a vivir con los defectos de los demás y admirar sus cualidades. Las familias que mejor funcionan son aquellas que saben mantener una equidistancia de los demás: ni demasiado cerca (para no pincharse) ni demasiado lejos (para poder darse calor unos con otros). Fue lo que hicieron los puercoespines, y por eso sobrevivieron.
Características del buen acompañamiento al familiar deprimido
Acompañar en el proceso depresivo, de alguna manera, es compartir el sufrimiento del sinsentido de esa situación. También aquí, como los puercoespines, debemos estar cerca para dar calor y apoyo a la persona deprimida, pero lo suficientemente lejos para que no nos ‘pinchemos’ y nos contagiemos de la angustia del otro. He aquí las características más significativas:
a) Crear un clima de confianza y seguridad. En muchas ocasiones, la persona que padece una depresión se siente incomprendida por los que le rodean. Piensa que el resto de la familia cree que es una manipuladora, o que exagera, o que pretende ser el centro de atención, etc. Y aunque la persona deprimida puntualmente pueda disfrutar de algunas ‘alegrías’ (la caricia de un nieto, una buena comida, etc.), eso no es óbice para seguir pensando que padece una enfermedad.
Una actitud sana ante el familiar deprimido es reforzar sus logros (levantase a una hora prudente, hacer las tareas domésticas, etc.) y también procurar objetivar la dimensión real de los problemas cotidianos. La persona deprimida tiende a vivir tan intensamente las contrariedades diarias (llegar tarde a una consulta, olvidarse de preparar la comida, etc.) que son una fuente de sufrimiento intenso.
También se debe permitir la exteriorización de los sentimientos, aunque sean muy negativos: muerte, suicidio, desesperación, aburrimiento, etc. El hecho mismo de poner palabra a esas vivencias ya es terapéutico.
b) Informar. Los familiares deben estar dispuestos a pedir información a los profesionales de la salud mental sobre el proceso depresivo, y estos deben ser solícitos a proporcionarla. De esta forma evitaremos que los mitos sobre la depresión dirijan el comportamiento familiar.
También los familiares deberían informar a los profesionales de la salud mental de la evolución del familiar deprimido y las dificultades y posibilidades que contemplan para su total recuperación.
c) Metas realistas y cambios graduales. La recuperación de una enfermedad depresiva es un proceso y la curación no se produce de la mañana a la noche, sino que su evolución generalmente es en dientes de sierra: se van sucediendo días buenos, días menos buenos y días malos, hasta que se consigue “ese equilibrio inestable” que es la salud mental. Por tanto, los cambios son graduales, o, como decía mi viejo maestro de escuela, Don Fulgencio: “Así como una escalera no la podemos subir de una vez, sino escalón a escalón, también la vida tiene sus avances y retrocesos”.
Será preciso, pues, que nos planteemos metas realistas y no metas ambiciosas que no podamos cumplir. Así, a una persona que se levanta todos los días a las tres de la tarde no es muy realista proponerle que se levante al día siguiente a las nueve de la mañana (objetivo que no se cumplirá), sino que más bien habrá de ir reduciendo paulatinamente las horas de sueño.
# 4.- Favoreciendo la adherencia al tratamiento contra la depresión
Es la cuarta dimensión en que la familia puede ayudar a una persona deprimida. Pero, en primer lugar, debemos distinguir entre “cumplimiento” y “adherencia al tratamiento”. Lo primero hace referencia a la necesidad de realizar el tratamiento (sobre todo el farmacológico) según las estrictas indicaciones del médico. Aquí el enfermo es solamente un sujeto pasivo y un ejecutor de las prescripciones médicas, y la familia se convierte en la responsable de que el tratamiento se lleve a efecto. Sin embargo, la “adherencia” es algo más: implica no solo cumplir el tratamiento prescrito, sino también un cambio en el estilo de vida, si fuera preciso (incluso pudiera implicar un cambio en las relaciones sociales y familiares).
De esta forma, el enfermo es un agente activo de su proceso curativo y el sistema familiar se convierte en un facilitador de la curación. Es, pues, en este proceso dinámico donde la familia puede ayudar con su aliento, pero sobre todo con una actitud comprensiva de la enfermedad y de la respuesta al familiar deprimido.
Como bien indica la organización Mundial de la Salud (OMS), “la adherencia al tratamiento es el grado en que el comportamiento de una persona (tomar el medicamento, seguir un régimen alimentario y ejecutar cambios en el modo de vida) se corresponde con las recomendaciones de un prestador de la asistencia sanitaria”.
Así pues, la adherencia al tratamiento no solamente se refiere a las indicaciones médicas, sino también a las recomendaciones dadas por los profesionales de la salud en general.
# 5.- Depresión y adherencia al tratamiento
Según varios estudios, las personas que padecen una depresión tienen una baja adherencia al tratamiento, sobre todo al farmacológico. Y esto se incrementa si la persona de no tiene ningún vínculo familiar ni social o bien carece de algún apoyo emocional.
En un informe de la OMS se señala que “los datos sobre pacientes con depresión revelan que entre un 40 y un 70% se adhieren a los tratamientos antidepresivos”.
Hay que tener en cuenta que la enfermedad depresiva tiene tasas de recaídas y recurrencias muy altas. “Tras un primer episodio hay más de un 40% de recurrencia en un período de dos años. Tras dos episodios, el riesgo de recurrencia, en cinco años, es del 75 %. Además, el entre un 10 y un 30% de los pacientes tratados no tendrá una recuperación completa, persistiendo sintomatología o desarrollando una distimia (una forma leve, aunque crónica, de depresión)”.
Por todo esto podemos señalar, entre los riesgos de la no adherencia al tratamiento, las siguientes consecuencias: recaídas y recurrencias más frecuentes e intensas, mayor riesgo de suicidio y, consecuentemente, mayor discapacidad y sufrimiento del paciente deprimido y de la familia. En el caso de que no se tomara correctamente el tratamiento farmacológico (mayor o menor dosis de la prescrita, etc.) puede producir desde toxicidad a un menor resultado del tratamiento.
El documento de la OMS antes citado señala cinco dimensiones que favorecen la adherencia terapéutica: el equipo de salud, el tipo de enfermedad, la personalidad del paciente, el tratamiento prescrito y la situación socioeconómica y familiar.
Considero que, en el caso de la enfermedad depresiva, tres son los pilares fundamentales para favorecer una buena adherencia terapéutica: la actitud de los profesionales de la salud mental (psiquiatra, psicólogo, etc.), la personalidad del paciente deprimido y la actitud de la familia.
Cuanto mejor se establezca la alianza terapéutica (proximidad del profesional, clarificación de sus indicaciones, actitud comprensiva y explicativa del proceso depresivo, etc.), mayor posibilidad habrá de una buena adherencia al tratamiento.
En cuanto a la personalidad del enfermo, es evidente que las personalidades narcisistas (lo saben todo) o antisociales (están en contra de todo), por poner solo dos ejemplos, son las menos proclives a adherirse al tratamiento. Analizamos a continuación el tercer pilar: la actitud de la familia.
# 6.- Adherencia al tratamiento y familia de la persona deprimida
Respecto a la función del grupo familiar en este proceso de adherencia al tratamiento, es necesario, sobre todo, que la familia acepte a la persona deprimida, asumiendo que padece una enfermedad y que, por tanto, no está así porque quiere o porque no tiene voluntad para afrontar los conflictos diarios.
Además, hay que insistir en la necesidad de clarificar las creencias e ideas erróneas que el paciente puede sentir sobre la enfermedad depresiva (recordemos los mitos antes señalados), y por eso hay que ofrecer una información cualificada, veraz y adaptada a la propia familia para que esta pueda comprender lo que significa la enfermedad depresiva.
Asimismo, la familia tendrá que conocer e informar sobre los efectos secundarios de los fármacos y también de la importancia de un tratamiento psicoterapéutico.
No siempre la familia puede ayudar a una persona deprimida de forma adecuada. En muchas ocasiones, la atención a un enfermo crónico termina por agotar sobre todo al cuidador principal. Como me decía en una ocasión el esposo de una mujer con esclerosis en placas: “Mi situación es similar a abrazar un puercoespín y no querer pincharme”. Es decir, había llegado a una sobresaturación de angustia que cualquier acción, por pequeña que fuera, le producía sufrimiento.
Es lo que algunos autores han llamado la claudicación familiar, que se define como “la incapacidad de los familiares para ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples demandas y necesidades del enfermo. Esta se refleja en la dificultad de mantener una comunicación positiva con el enfermo entre los miembros sanos y con el equipo de cuidados”. La crisis de claudicación familiar se da cuando los miembros de la familia, en su conjunto, son incapaces de dar una respuesta conveniente; puede ser un episodio momentáneo, temporal o definitivo.
Cuando la enfermedad depresiva se cronifica, también existe el peligro de que la familia claudique ante esa situación: sus miembros se muestran más intolerantes con el familiar deprimido, se irritan con mayor facilidad y existe el riesgo de que ellos mismos sufran una depresión. Incluso, en algún momento de mucho sufrimiento y desgaste, pueden sentir como una liberación la posible muerte del enfermo crónico.
En principio es preciso afirmar que, desde la psicología, es comprensible cierto malestar y cansancio ante la depresión crónica, y que se sienta el impulso de "tirar la toalla" y salir corriendo o, lo que es lo mismo, abandonar al familiar deprimido a su suerte. Ese sentimiento no es patológico; es anormal si lo llevamos a la práctica, recriminando al paciente su actitud, agrediéndole verbalmente por su pasividad, etc. Por tanto, podemos concluir diciendo que el sentir repulsa ante la persona deprimida no es patológico; lo irracional es cuando esa vivencia se refleja en conductas de abandono o de chantaje que pueden herir al otro.
ALEJANDRO ROCAMORA BONILLA
Psiquiatra y catedrático de Psicopatología