jueves, 17 de abril de 2014

AL ENCUENTRO DE MINA

Os presentamos hoy en nuestro Blog una primicia, por gentileza de nuestro colaborador habitual y compañero voluntario del Teléfono de la Esperanza, Valentín Turrado. Acaba de publicar su segundo libro, "Al Encuentro de Mina", una colección de relatos, de los cuales os presentamos uno de ellos. “Este libro que tienes ante tus ojos, amigo lector, amiga lectora –señala el autor–, es Mina revoleando; son los rostros de los seres humanos que hacen amigable nuestro mundo y nos devuelven la confianza, la ilusión y las ganas de vivir. Son tus sueños y los míos, a veces calzados en una vieja bota de labranza, esperando un clavo que nos sirva de trampolín para lanzarnos a lo nuevo, a la utopía, al corazón y a la belleza de todos los despertares. Porque cualquier rama es buena para levantar el vuelo". Esperamos que os guste y lo disfrutéis y desde aquí felicitamos a nuestro buen amigo, Valentín. 


“Es hermoso mecerse subido en árbol. 

Más no os mezáis jamás arrodillados. 

Debéis ser al árbol lo mismo que su copa, 

Mecida desde siglos por él al atardecer”. 

(Bertolt Brecht) 


LA MUJER VIOLENTADA

Raúl se tenía por un buen carpintero. “Un tipo fino trabajando”, decían los del gremio. Regentaba un pequeño taller al lado de su vivienda de planta baja, con un par de aprendices a su cargo. Además, en las últimas elecciones municipales, había sido elegido concejal de su pueblo por una considerable mayoría. 

Después de que su mujer, harta de soportar sus extravagancias, le abandonara por aquel vendedor ambulante, se había unido a Patricia, la vecina del barrio de arriba; aquella joven alta y hermosa, algo torpe para los libros, que la vida había dejado sola, después de la muerte temprana de su madre. 

Patricia presumía que desde que vivía con Raúl nunca le habían faltado cien euros en el bolso para ir los viernes por la tarde al súper y que cada dos meses acudía a El Cortes Inglés a probarse aquellos vestidos de fiesta, que luego nunca compraba. Ella se sentía feliz mirándose en el espejo del vestidor, con sus piernas altas, sus medias negras transparentes y esos escotes atrevidos que realzaban su busto, como piezas de frutas maduras. Así se veía en la intimidad de los grandes almacenes: apetecible papaya para Raúl, una fruta de la que por nada del mundo él se desprendería. Como una bailarina de una caja de música, que se acaba ocultando, después de cada pequeño espectáculo. A ella le encantaba actuar para él, provocarle, despertarle sus instintos más salvajes, más primarios. Dos bestias danzando su apareamiento. 

Desde pequeña había sido muy mandada. Su madre le decía: “Patri, ven”, y ella venía; “limpia la alfombra”, y ella la limpiaba; “atiende a tu padre”, y lo atendía. Había sido la chacha de sus cinco hermanos. No sabía qué era protestar o quejarse. Pero, ¡qué bien se le daba obedecer! Sin rechistar, por supuesto. Sin ningún tipo de límite. Así aseguraba el cariño de los suyos. “Para ser feliz hay que saber aguantar, resignarse y disculpar”, era la máxima colocada en el frontispicio de la saga familiar, porque solo quien mendiga cariño consigue algún mendrugo de afecto. 

Como se desarrolló muy pronto, enseguida se encontró con unos cuantos admiradores, chavales que lo único que pretendían era experimentar el sabor de un cuerpo incipiente de mujer. Ella se dejaba manosear como el viento manosea las ramas de los árboles en el otoño y las deja sin sus vestidos. Incluso se pavoneaba de tener tantos amigos. 

En sus años jóvenes tuvo muchos novios, aunque nunca entendió que le durasen tan poco. Ella no sabía por qué se aburrían tan pronto y se iban, como se van las estaciones, y menos aún se daba cuenta de que la cercaban zánganos caprichosos que solo deseaban degustar el néctar de su cuerpo. Los estudios eran accesorios. Al fin y al cabo para qué le valdrían en el pueblo. ¡Hasta el Alcalde no tenía estudios mi los necesitaba! 

Ella se quedaba, después de cada aventura, con una sensación de vacío, soledad y frío, como un canto rodado de esos que poblaban las orillas del río de su aldea. Enseguida sonaba la trompetilla de un nuevo zángano... 

Cuando conoció a Raúl se sintió seducida por la cena en aquel restaurante de lujo, aquellos platos de diseño y aquel abrigo de ante que le quedaba tan aparente. Aquel mismo día en el Patrol del carpintero se dejó hacer el sexo. 

Al mes compartían mantel y cama. A los tres meses, un concejal amigo los unió en matrimonio civil en el Juzgado de Paz, bajo los versos fríos de un Código Civil maltrecho y húmedo. 

Patricia empezó a vivir para Raúl. Fregaba, limpiaba, hacía las camas, cocinaba, veía las novelas de la tele y el Diario de Patricia y le encantaban las revistas del Hola y el Qué me dices. Se conocía todas las vidas ajenas, vidas lujosas, llenas de apariencia y envueltas en celofán, en vestidos de moda, en disfraces, en mentiras. ¡Ojalá algún día fuera portada en una de esas revistas o fuera la protagonista de un programa rosa! 

Tardó en descubrir que Raúl era un ser vil y despreciable. La forzaba a ser su criada con la misma fuerza que los toros de engorde fuerzan las estacas que los atan. 

Cuando aparecieron los celos, esos diques rocosos que cobijan aguas estancadas, Patricia se quedó extrañada. Para contentar a su marido dejó de usar las faldas negras de tubo por encima de la rodilla y las medias de colores. Después guardó en el trastero sus zapatos de tacón fino y sus vestidos estampados. 

Al año estaba poniendo disculpas a sus amigas para no salir a tomar un café los sábados por la tarde, mientras él se llenaba de cervezas y de partidos de fútbol. Cuando dijo en los CEAS que dejaba los cursos de costura, se puso nerviosa ensayando una mentira que ni ella misma se creía. 

Para evitar conflictos, se encerró en casa como una tortuga se encierra en su caparazón, esperando que los aguaceros y los rayos no la alcanzaran. Se hizo carcelera de su propia prisión. ¡Y vaya si le alcanzaron! 

- ¿Por qué no sales de paseo con nosotras?, le dijeron sus vecinas. 

- Tengo un esguince en un pie que no acabo de curar y el médico me ha recomendado reposo, fue toda su disculpa. 

En algo decía verdad: no estaba bien. Estaba enfermando sus vísceras, sus tripas, y lo que es peor, se le estaba ennegreciendo y marchitando el corazón. 

A Raúl, para humillarla, le encantaba escupir por la casa y llamarla dando voces: “Patricia, mira aquí...”, y Patricia miraba y limpiaba su esputo. A los pocos días, como en una degradación imparable de pendiente vertical, él volvía a la carga: “Patricia, aquí..., pero lo limpias con un trapo y de rodillas”. Y Patricia se arrodillaba como una esclava ante su señor. Sin rebullir. 

Una vez cuando estaba de rodillas, Raúl la embistió por detrás como un potro cruel, como una alimaña salida de hibernar meses enteros, como un forajido con pistolas que disfruta asaltando mansiones ajenas. A veces la golpeaba sin piedad con sus calcetines de arena, que no dejan marca, según la vieja costumbre de los guardias civiles del régimen franquista. 

Patricia un día se vio llorando en el sofá después de la última aberración. Otro empezó a sentir rabia cuando Raúl llegó a casa y le tiró por el fregadero la sopa de pescado a la que había dedicado toda la mañana. Empezó a engordar y a ser tratada con desprecio: 

- Te estás poniendo como una foca, tendré que ir de putas... 

Sintió asco de sí misma. Desprecio. Y culpa de ser gorda y fea, de no saber ya cubrir las necesidades más perentorias de su marido. Él le hacía daño cada vez que practicaba el sexo, pero cualquiera le decía algo. Se dejaba hacer, como si fuera un trapo, buscando el menor sufrimiento. Cuando conseguía relajarse, por dentro esbozaba una mueca de satisfacción. 

Raúl, además de un farsante, era un insomne desde que se había tirado a la bebida. Cuando en la noche se despertaba, y era muy a menudo, a base de pellizcos y empujones la sacudía y la obligaba a hacerle tantas cosas y tan feas que hasta ruin sería escribirlas en un papel. Pero seguía sin decir nada. Callaba. Como si se hubiera quedado muda y sin albedrío. 

Una de esas noches de insomnio prolongado, Raúl la llamó con voz templada. 

- Patricia, levántate, ponte el vestido más hermoso, los zapatos de tacón que te compré en París y píntate para mí, que hoy quiero pasearte como la princesa más hermosa de la ribera. 

Ella se quedó extrañada. “Es la fiesta del patrón del pueblo y querrá salir a la plaza a pasearme delante de toda su gente”, pensó para sí. Hasta se sintió contenta, mientras se ponía la sombra que me mejor realzaba sus ojos verdes y se daba carmín rojo en sus labios abultados por los mordiscos hirientes de su marido. Era 25 de julio y un airecillo suave envolvía aquel momento. 

Se sorprendió cuando Raúl la invitó a subirse al Patrol, y más aún cuando tomó la dirección del camino del monte de robles y encinas. Se adentraron en la penumbra del viejo robledal. 

Al llegar a la altura de la laguna, la mandó bajar, con voz seria y carrasposa. Olía a güisqui. La agarró por la cintura y emuló un tango de Gardel, al compás de la música de las cigarras y las ranas. La apretaba contra sí, hasta hacerle daño. En un gesto brusco e inesperado le arrancó el vestido y se lo hizo jirones de papel. Ella no sabía cómo reaccionar ante aquella escena entre violenta y romántica. 

Sin una gota de amor en sus dedos, allí mismo la violó, como tantas veces antes ya lo había hecho. La dejó tendida en el suelo, como si fuera un objeto inservible, cercándola más el barro provocado por sus propias lágrimas que la humedad de la laguna. Después, con su propio mechero quemó sus ropas más íntimas y su vestido y lanzó a la deriva sus zapatos de charol. Arrancó el coche en busca de unos cubatas en la barra de la verbena y algunas invitaciones para no perder votos en las próximas elecciones. ¡Hasta se atrevería con algunos chistes! “Ya volverá…”, se dijo para sí. 

Patricia, por primera vez en su vida, pensó en sí misma. Lloró de sí misma. Se encontró pasando su lengua por la pradera como si fuera una babosa, y como si quisiera beber otra vida, arrastrándose como un gusano, como un gusano al que le han arrancado sus cien patas. Empezó a escupir veneno como si de una cobra se tratara. Así se sintió, arrastrada y venenosa. 

Concibió tanta vergüenza aquella noche, desnuda y desamparada, que se subió a aquella encina amiga que desde años la estaba esperando para acunarla. Allí se quedó quieta, sintiendo que su vida no tenía sentido, que la había tejido en las hebras del dolor y el desprecio. Se sintió una víctima, sí una víctima de una persona que en un tiempo creyó buena. 

Se juramentó que jamás volvería con Raúl, ese ser mezquino, miserable, malvado, hipócrita, engreído, borracho, maltratador, egoísta... Su boca no paraba de proferir insultos, como heces incontenibles. Llena de ira. De rabia. De locura. Parecía que quería despertar a todas las galaxias del firmamento. Su cuerpo nunca más sería golpeado y su alma no iba a soportar otra bofetada traidora. 

“Me quedaré en el árbol hasta que me muera y hasta que...”, se dijo para sí misma. 

Aunque resulte extraño, estuvo en aquella encina, a la que trataba de madre, nueve días con sus nueve noches. ¡Que ni bajaba para hacer sus necesidades! Se amamantaba con las bellotas que su mamá adoptiva cada día le brindaba como pechos sabrosos de leche recién ordeñada. 

Allí aguantó duras tormentas de verano, con un miedo que parecía que le abría su espinazo en dos. Hasta fue visitada por una manada de lobos hambrientos que la miraban ansiosos. Hubo un par de días que bajaron las temperaturas hasta tiempos otoñales. Sin embargo siguió allí. Aguantando. Cobijándose en las sábanas ásperas de las hojas de su encina. 

Removiendo su pasado. Decantando sus miserias. 

Poco a poco fue cambiando su percepción de las cosas, como surgiendo una nueva Patricia. “Serán los mimos de esta otra madre y este nuevo alimento”, barruntaba para sí. 

El silencio y la soledad le traían sus recuerdos más amargos, las repetidas equivocaciones, los abusos permitidos, los mandatos recibidos, los desprecios consentidos, los moratones de sus caderas... Uno a uno fue reviviendo cada momento de su pasado, dejando que el cuerpo se le expresara. Unas veces gritaba, otras aullaba, otras gemía, lloraba, mordía, rabiaba, insultaba, gozaba, saltaba, amaba... Tenía la sensación de estar viviendo inhibiciones, represiones, frustraciones, decepciones y también buenos sentires, pero hasta el final, hasta agotar el jugo del limón de cada acontecimiento. Como saldando cuentas del ayer sin cerrar. Como terminando cada secuencia de su vida, apurando hasta la última gota. 

Se permitió que cada segundo petrificado entrara en ella y saliera al mismo tiempo. Sin dejar ya huella. Ni daño. Ni nada. Sin rasguño alguno. Como un cauce de agua limpia que no encuentra presa en el camino y se desahoga en el mar inmenso o un rayo de luz que acaba encendiendo las bodegas más lúgubres y gruesas de nuestros laberintos. 

Fue poniendo en orden sus deseos. Los bellos y los amargos. Sus sueños. Se sintió extrañada con sus sueños, algo desconocidos para ella. 

En las noches, estrellas fugaces parecía que le lanzaban mensajes milagrosos: “Raúl es un cabrón, pero tú se lo has permitido”. “Haz de tu vida lo que quieras”. “Los mensajes recibidos en la infancia no tienen por qué cumplirse”. “Sé la protagonista de tu cuento, la actriz de tu propia historia...”. Y así otros decires saludables. 

Al amanecer del octavo día percibió que en su espalda nacían pequeños muñones, diminutos bultos luminosos, que el noveno día ya simulaban unas débiles alas, y con ellas brotaban recuerdos entrañables: las caricias tiernas de su madre, las miradas de aquel maestro que le decía que no se dejara llevar por nadie, los abrazos bondadosos de un novio adolescente, la emoción al escribir la primera poesía o al ver crecer los primeros capilotes en primavera..., y más y más cosas bellas, como un abanico de cientos de varillas pintadas a mano en pintura naif. ¡Que no hay ser humano que no tenga un elenco de cosas maravillosas para evocar! 

Se sintió acariciada por la brisa encantada, juguetona, perfumada, vaporosa. Extendió sus brazos y agitó con fuerza sus alas recién estrenadas. Se abrió a un nuevo horizonte, como si fuera una golondrina emigrando hacia tierras más cálidas y sabrosas. 

No miró para atrás. Se unió a aquella bandada que surcaba espacios nuevos, limpios, libres, amorosos. 

Algunos pensarán que esta historia no es real, que Patricia acabó siendo una víctima más de la violencia enfermiza de Raúl. Yo les diré que no. Que siempre hay una rendija por donde escabullirse, una gatera por donde huir y emprender otra vida. Como una esperanza que se abre en el instante más cruel y doloroso, cuando ya has tocado fondo y más abajo no existe nada y a partir de ahí, coges fuerzas, te lanzas a otra aventura, como si tuvieras una segunda oportunidad o hubieras renacido, dejando atrás tantas noches grises y negras. 


Valentín Turrado Moreno 

Tomado del Libro “AL ENCUENTRO DE MINA” 

EDITORIAL MONTE CARMELO. BURGOS

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