William Shakespeare dejó
escrito que no hay otro camino para la madurez que aprender a soportar los golpes
de la vida. Observamos con asombro el misterio del dolor y de la muerte.
Constatamos defectos y limitaciones en los demás y lo constatamos igualmente
cada día en nosotros mismos.
Los
golpes de la vida
Las experiencias
dolorosas pueden ir haciendo crecer nuestra madurez interior. La clave está en
saber aprovechar esos golpes, saber sacar todo el oculto valor que encierra
aquello que nos contraría, lograr que nos mejore aquello que a otros les
desalienta y les hunde.
¿Y por qué lo que a
unos les hunde, a otros les madura y les hace crecer? Depende de cómo se
reciban esos reveses. Si no se medita sobre ellos, o se medita sin acierto, sin
saber abordarlo bien, se pierden excelentes ocasiones para madurar, o incluso
se produce el efecto contrario. La falta de conocimiento propio, la
irreflexión, el victimismo, la rebeldía inútil, hacen que esos golpes duelan
más, que nos llenen de malas experiencias y de muy pocas enseñanzas.
La experiencia de la
vida sirve de bien poco si no se sabe aprovechar. El simple transcurso de los
años no siempre aporta, por sí solo, madurez personal. Es cierto que la madurez
se va formando de modo casi imperceptible en una persona, pero es algo que se
alcanza siempre gracias a un proceso de educación y de autoeducación, que hay
que plantear bien.
La educación que se
recibe en la familia, por ejemplo, es sin duda decisiva para madurar. Los
padres no pueden estar siempre detrás de lo que hacen sus hijos, protegiéndoles
o aconsejándoles a cada minuto. Han de estar cercanos, es cierto, pero el hijo
ha de aprender a enfrentarse a solas con la realidad, ha de aprender a darse
cuenta de que la frustración de un deseo intenso, la deslealtad de un amigo, la
tristeza ante las limitaciones o defectos propios o ajenos..., son realidades
que cada uno ha de aprender poco a poco a superar por sí mismo.
Por mucho que alguien
te ayude, al final siempre es uno mismo quien ha de
asumir el dolor que siente, y poner el esfuerzo necesario para superar esa
frustración.
Saber encajar los golpes de la vida no significa ser
insensible. Tiene que ver más con aprender a no pedir a la vida más de lo que
puede dar, aunque sin caer en un conformismo mediocre; con aprender a respetar
y estimar lo que a otros les diferencia de nosotros, pero manteniendo unas
convicciones y unos principios claros; con ser pacientes y saber ceder, pero
sin hacer dejación de derechos ni abdicar de la propia personalidad.
Hemos de aprender a tener paciencia. Vivir sabiendo
que todo lo grande es fruto de un esfuerzo continuado, que cuesta y necesita
tiempo. Paciencia con nosotros mismos, lo cual es decisivo para la propia
maduración, y tener paciencia con todos, sobre todo con los que tenemos más
cerca. Por la paciencia el hombre se hace dueño de sí mismo, aprende a
robustecerse en medio de las adversidades. La paciencia otorga paz y serenidad
interior.
Hace al hombre capaz de ver la realidad con visión
de futuro. Le hace mirar por sobreelevación los acontecimientos, que toman así
una nueva perspectiva.
El
control de la ira
Cuando alguien recibe un agravio, si es persona poco
capaz de controlarse, es fácil que eso le parezca de lo más ofensivo, pues su
memoria y su imaginación avivan dentro de él un gran fuego porque da vueltas y
más vueltas a lo sucedido. La pasión de la ira tiene una enorme fuerza
destructora. La ira es causa de muchas tragedias irreparables. Son muchas las
personas que por un instante de cólera han arruinado un proyecto, una amistad,
una familia. Por eso conviene que, antes de que el incendio tome cuerpo,
extingamos las brasas de la irritación sin dar tiempo a que se propague el
fuego.
La ira es como un animal impetuoso que hemos de
tener bien asido de las bridas. Si cada uno recordamos alguna ocasión en que,
sintiendo un impulso de cólera, nos hayamos refrenado, y otro momento en que
nos hayamos dejado arrastrar por ella, comparando ambos episodios podremos
fácilmente sacar conclusiones interesantes.
Basta pensar en cómo nos hemos sentido después de
haber dominado la ira y cómo nos hemos sentido si nos ha dominado ella. Cuando
sucede esto último, experimentamos enseguida pesadumbre y vergüenza, aunque
nadie nos dirija ningún reproche. Basta contemplar serenamente en otros un
arrebato de ira para captar un poco de la torpeza que supone. Una persona
dominada por el enfado está como obcecada y ebria por el furor. Cuando la ira
se revuelve y agita a un hombre, es difícil que sus actos estén orientados por la razón. Y cuando esa persona vuelve
en sí, se atormenta de nuevo recordando lo que hizo, el daño que produjo, el
espectáculo que dio, y se siente profundamente avergonzada.
La ira suele tener
como desencadenante una frustración provocada por el bloqueo de deseos o
expectativas, que son defraudados por la acción de otra persona, cuya actitud
percibimos como agresiva. Es cierto que podemos irritarnos por cualquier cosa,
pero la verdadera ira se siente ante acciones en las que apreciamos una
hostilidad voluntaria de otra persona. El estado físico y afectivo en que nos
encontremos influye en esto de forma importante. Es bien conocido cómo el
alcohol predispone a la furia, igual que el cansancio, o cualquier tipo de
excitación. También los ruidos fuertes o continuos, la prisa, las situaciones
muy repetitivas, pueden producir enfado o ira. Cuando se acumulan varios de
esos sumandos, uno puede estar furioso y no saber bien porqué.
¿Y por qué unas
personas son tan sociables, ríen y bromean, y otras son malhumoradas, hurañas y
tristes; unas son irritables, violentas e iracundas, mientras que otras son
indolentes, irresolutas y apocadas? Sin duda hay razones biológicas, pero que
han sido completadas, aumentadas o amortiguadas por la educación y el aprendizaje
personal; también la ira o la calma se aprenden.
Muchas personas
mantienen una conducta o una actitud agresiva porque les parece encontrar en
ella una fuente de orgullo personal. En las culturas agresivas, los individuos
suelen estar orgullosos de sus estallidos de violencia, pues piensan que les
proporcionan autoridad y reconocimiento. Es una lástima que en algunos
ambientes se valoren tanto esos modelos agresivos, que confunden la capacidad
para superar obstáculos con la absurda necesidad de maltratar a los demás.
Las conductas
agresivas se aprenden, a veces, por recompensa. Lamentablemente, en muchos
casos sucede que las conductas agresivas resultan premiadas. Por ejemplo, un
niño advierte enseguida si llorar, patalear o enfadarse son medios eficaces
para conseguir lo que se propone; y si eso se repite de modo habitual, es
indudable que para esa chica o ese chico será realmente difícil el aprendizaje
del dominio de la ira, y está claro que, educándole así, se le hace un daño grande.
Jugar en equipo
Si a cualquiera nos
preguntaran cuáles han sido las experiencias más enriquecedoras de nuestra
vida, las que mejor conservamos en la memoria y recordamos con mayor
satisfacción, casi siempre nos referiremos a vivencias personales dentro de un conjunto de personas a las que
apreciamos. Quizá sea la familia, o un equipo de trabajo, o un grupo de
personas dentro de un determinado ámbito cultural, o de un deporte, o de lo que
sea.
Saber compartir, hacer equipo, sentirse unido a
otras personas, es siempre gratificante, y también de ordinario un buen acicate
para esforzarse, para mejorar. La presencia de otros nos inspira y estimula a
un nivel quizá difícilmente accesible para nosotros si fuéramos en solitario.
De los demás aprendemos muchas cosas que nos enriquecen enormemente, y por
ayudarles, a veces nos sorprendemos haciendo cosas que quizá incluso no
haríamos ni por nosotros mismos.
Los demás son un elemento decisivo en nuestra mejora
personal. Es cierto que la fuerza para cambiar depende en gran parte de uno
mismo. Pero también sabemos que las personas que nos rodean pueden ayudarnos o
estorbarnos mucho en ese camino. La capacidad para cambiar se ve reforzada
cuando sabemos convivir con los demás, cuando sabemos trabajar en equipo,
cuando logramos estar cercanos a las personas que componen nuestro entorno.
También hay que saber elegir equipo. Como recuerda
el dicho popular, la ley más universal es la ley de la gravedad, que tiende a
llevarnos hacia abajo, y nos hace abandonar muchos retos que deberíamos
plantearnos. Si sabemos rodearnos de personas positivas, con deseos de mejorar,
con ilusión por hacer rendir sus talentos en servicio a los demás, entonces nos
veremos nosotros mismos mucho más estimulados. Si logramos jugar en un equipo
así, eso es extremadamente valioso. Por eso es vital rodearse de gente que nos
lleve a ser una persona mejor cada día.
La felicidad y el acierto en el vivir no dependen de
lo que tenemos, sino más bien de lo que somos, de cómo vivimos. Y lo que
hacemos con lo que tenemos, determina en gran medida cómo vivimos, hasta en
detalles mínimos. Por ejemplo, si somos generosos con una persona que ha hecho
bien su trabajo, y le tratamos como merece, eso nos hace mejores, a nosotros y
a él. Y esto es aplicable a casi todo.
Deberíamos hacer una reflexión personal sobre esto.
¿Y si hiciera el propósito de agradecer siempre cualquier favor que recibo, o
cualquier servicio que me hagan, por pequeño que sea? ¿Y si dedicara más tiempo
a hacer la vida agradable a quienes me rodean? ¿Y si llamara de vez en cuando a
mis amigos y familiares, sin necesidad de grandes motivos, aunque sólo sea para
interesarme por ellos? ¿Y si hiciera el propósito de hacer un donativo, aunque
sea modesto, a la medida de mis posibilidades, cuando tenga noticia de un
proyecto interesante? Es un estilo de vida. No es cuestión de tener mucho
tiempo ni mucho dinero. Es cuestión de cómo administro lo que tengo, sea poco o
sea mucho; de decidir con acierto a qué dedico mi tiempo y mis recursos; de no
dejarme llevar por la rutina, sino procurar poner en mi vida un poco más de
ingenio y de reflexión.
Todo esto puede parecer poca cosa, pero es
importante. Cualquier pequeño detalle tiene un efecto positivo sobre nosotros
mismos y sobre los demás. Y un conjunto de pequeños detalles puede cambiar por
completo el ambiente de una familia, una oficina, un lugar de descanso, un
grupo de amigos, un noviazgo o un proyecto cultural. Proponerse ese reto con
ilusión es algo que siempre vale la pena.
Fuente: Alfonso Agulló. www.sontushijos.org